La fábrica vegetal

La doctora en química Patricia Miranda de INDEAR está a cargo de un ambicioso proyecto en la naciente industria del "molecular farming": el desarrollo de una proteína animal en plantas para su aplicación en la industria quesera y de biocombustibles.

A nivel de transferencia tecnológica, la Argentina puede hacer una diferencia en plantas y peces”, reflexiona la doctora en química Patricia Miranda. “Disponemos de extensos campos de aplicación en esos rubros, es decir, decenas de millones de hectáreas arables y miles de kilómetros de costa. Cosas que muy pocos países tienen”, destaca.
Es investigadora independiente del Conicet y desde 2008 está a cargo del área de Proteínas del Instituto de Agrobiotecnología Rosario (Indear). Tuvo la oportunidad de trabajar para esta empresa privada a través de un programa precisamente del Conicet, que permite a los investigadores públicos volcar sus conocimientos al ámbito productivo. Indear nació de un convenio entre el Conicet y Bioceres, la empresa de biotecnología fundada por socios de laAsociaciónArgentina de Productores en Siembra directa (Aapresid).
Desde su área, Patricia lidera uno de los proyectos más ambiciosos del país en la naciente industria del “molecular farming”, o “fábricas vegetales”. En este caso, se trata de obtener una enzima utilizada en la industria quesera, la quimosina bovina, en semillas de cártamo transgénico. El cártamo es una planta similar al cardo, cuyas semillas son parecidas a las pepas de girasol. “Originalmente, la quimosina se extraía del cuarto estómago de terneros lactantes -explica la científica. Pero desde hace unos veinte años se produce en fermentadores, usando bacterias o levaduras. “Nosotros estamos produciéndola en plantas, un sistema más amigable con el ambiente, de menor costo y que permite producción a gran escala”, sigue contando.
“Se podría abastecer todo el mercado argentino de quimosina para la industria quesera con tan sólo 400 hectáreas plantadas con cártamo”, indica Patricia. Este año Indear ya sembró 50 hectáreas. Producir la enzima en plantas trae beneficios ambientales. Sólo hace falta luz para que crezcan y en el proceso de producción no emiten carbono, sino que lo consumen. Además, se pueden conservar las semillas – mejor dicho, la enzima que está en ellas- por mucho tiempo sin pérdida de actividad y procesarla en función de la demanda. Asimismo, la especie elegida asegura una bioseguridad máxima pues no existen en el país especies autóctonas relacionadas, lo cual impide el flujo de genes, y el cártamo no está dentro de la cadena alimentaria. A nivel económico, el cártamo también es interesante por ser un cultivo que tolera condiciones semiáridas, lo que permitiría utilizar regiones actualmente no aptas para otros cultivos.
PIONEROS. El equipo de Patricia evaluó la funcionalidad de la quimosina obtenida en las semillas de cártamo en los laboratorios del Instituto Nacional de Tecnología Industrial (INTI). La siguiente etapa consistió en llevar el proyecto a una mayor escala. Para eso diseñaron y construyeron una planta piloto en el edificio de Indear, ubicado en el predio que el Conicet cedió a aquella institución por treinta años ubicado en Rosario, frente al río Paraná. En esta fábrica piloto, las semillas de cártamo son sometidas a diversos procesos químicos para extraer y purificar la enzima. “Este es el primer emprendimiento de ‘molecular farming’ en Sudamérica”, dice Patricia con entusiasmo. Y espera que el producto salga al mercado este año. Sería un golazo. La quesería no es el único mercado donde se pueden utilizar las enzimas producidas en cártamo. La idea es utilizar esta misma plataforma para otras enzimas industriales. Una aplicación aún más ambiciosa es la industria de biocombustibles de segunda generación. El proyecto involucra la producción de enzimas degradadoras de celulosa, es decir, cualquier tipo de biomasa vegetal, por ejemplo, los subproductos de la industria maderera. De hecho, Indear firmó en diciembre del año pasado un acuerdo con YPF para desarrollar este proyecto.
La fortaleza de Patricia siempre fueron las ciencias exactas. Hizo una licenciatura en Química, en la Facultad de Ciencias Exactas de la Universidad de Buenos Aires (UBA) e ingresó en el Instituto de Biología y Medicina Experimental (Ibyme), fundado por Bernardo Houssay, primer argentino en recibir un premio Nobel. Entró como estudiante y tuvo la posibilidad de hacer allí su tesis de doctorado. Estuvo 21 años trabajando en reproducción animal y durante ese período hizo pasantías en Chile, Canadá y Estados Unidos. Se especializó en bioquímica de proteínas y esa experiencia le sirvió para acoplarse al desarrollo de esta nueva plataforma de producción de proteínas recombinantes en vegetales. El cártamo también es interesante por ser un cultivo que tolera condiciones semiáridas, lo que permitiría utilizar regiones actualmente no aptas para otros cultivos.

De aquí para allá
Luego de la crisis de 2001 y el consecuente mal momento que pasaron los empleados públicos, Patricia se fue a trabajar a Chile y de allí a la Universidad de Massachussets, localizada en la pequeña ciudad de Arnherst. “Un pueblo de granjeros que vive en función de la universidad, ya que su población se reduce a la mitad cuando no hay clases”. Su experiencia norteamericana le gustó, aunque no quiso quedarse. Su dedicación y la fácil y rápida disponibilidad de todos los medios materiales necesarios la convirtió en una adicta al trabajo. Alos 40 años, no deseaba esa vida. Así que volvió al país y se enteró del proyecto de Indear. “Un emprendimiento único e innovador. Difícil encontrar otra oportunidad como esta”, sintetiza.
La esperaba una diversidad de tareas que no sospechaba. Investiga sobre la producción de enzimas, pero también ha participado en los experimentos de producción de queso, se reúne con los interesados en el producto y se vincula con las otras áreas del instituto rosarino. “Eso te abre mucho la cabeza”, dice. Tiene a cargo dos asistentes: una manager, Brenda Podoroska, y una técnica de laboratorio, Lourdes Denhoff. Patricia se dedica a diseñar proyectos, coordinar las actividades, procesar los resultados y redactar informes y pedidos de financiamiento. Un trabajo muy cambiante y ágil.
“Dejé los frascos hace tiempo”, desliza, pero le gusta el contacto directo con el laboratorio. Le cuesta encontrar el equilibrio entre la curiosidad de los nuevos interrogantes que surgen durante un proyecto y los tiempos de la empresa, admite.
Pero el proyecto de Indear es para ella más que motivador. Bioceres, accionista mayoritario del instituto, bien podría convertirse en una empresa de alta tecnología del agro tan importante como los grandes players internacionales.
“Cuando entren en el mercado laboral -aconseja la investigadora-los jóvenes científicos deberían pensar en qué ámbitos podrían aplicar sus conocimientos. El doctorado no es necesariamente la mejor opción. A veces puede incluso jugar en contra”, dice. “Hay pocas empresas de biotecnología en el país y tampoco tienen muchos puestos de trabajo para personal tan calificado”, advierte. A modo de ejemplo, Indear emplea a cincuenta personas, entre las cuales hay catorce doctores, pero sólo cinco líderes de área con un nivel académico equivalente al de Patricia dedicados a investigación y desarrollo.
“A los doctores les puede resultar más difícil insertarse en el mercado laboral”, constató Patricia. ”Antes de decidirse a hacer un doctorado, hay que reflexionarlo bien. Doce años de estudios entre el grado y el doctorado es mucho tiempo y luego cuesta insertarse. Al mismo tiempo, faltan técnicos ingenieros y personas que tengan una formación multidisciplinaria. Por otro lado, el doctorado te da muchas herramientas, útiles más allá del ámbito académico. Esto quizás sea difícil de entender para quién no sabe la diversidad de tareas que hace un científico y de allí que no vea las ventajas de contratar uno”, subraya.